Volviendo de la playa Las Perdices,
en Concordia, unas figuras se asomaban
para cruzar el camino.
Ya había estado absorta por el paisaje del bellísimo Río Uruguay, su
costa, sus piedras, el atardecer… Realmente no pensaba que algo más pudiera
cautivarme esa tarde.
Ahí los vi. Dos carpinchos grandes, orondos y robustos encaraban a
cruzar justo por delante del auto en el que viajábamos.
En un primer momento, de la
sorpresa no me venía el nombre a la cabeza (nutria, tapir, hasta que salió
“carpincho”).
Cuando los seguí con la mirada, la naturaleza me despabilaba con algo
más bello aún, me mostró con letra mayúscula la maestría de este animal: vivir en familia.
Carpinchos de todos los
tamaños compartían tiempo y espacio.
Esa imagen me hizo pensar en cuántas familias se disgregan por
competencias, intolerancia, celos o simplemente falta de amor.
Me dejé conmover por la ternura que fue como una puntada en el corazón al ver cómo
compartían tiempo y espacio
pacíficamente todos los miembros del clan,
con sus diferentes etapas de vida transcurridas.
A la familia te une la sangre, el apellido, el sentido de pertenencia.
Uno sabe que tiene un origen, una raíz. Lo que uno tiene que aprender y nutrir
es saber estar con otros. Dedicarle tiempo
a la familia.
Evidentemente el carpincho hace reflexionar acerca de la familia amplia
(padres, hermanos, primos, tíos abuelos; aquellos con los que uno no está todos
los días) e invita a frecuentarlos para modelar nuestro ego y enriquecer el
amor.
Aprender a estar en familia
puede ser una bendición o un gran desafío. Cada uno lo toma como puede. El
carpincho enseña majestuosamente a que puede haber paz en el estar con otros;
quizás el secreto sea dejarse llevar por el instinto, correr las elucubraciones
para que la familia con todos sus bemoles conviva.
Lic. Ivana Rugini