Hospital.
Acompañando a mi hermano operado de urgencia, sin tiempo suficiente para
prever qué llevar, ni de cargar agua para varias horas, ni de pensar con quién
más contar para el relevo, llega la noche y avanza. Me aceptan como mujer en la sala de hombres y comparto la
inmensa habitación con cinco pacientes más y sus 5 acompañantes.
Intento ubicar toda mi humanidad en la silla que me toca pero… estar un
rato así, está bien, pero toda la noche y no sé cuánto más del día siguiente,
no entusiasma.
Los médicos se van retirando. La enfermera pasa silenciosa por cada cama haciendo los últimos controles, apaga la luz y… cierra la puerta. ¡APAGA LA LUZ Y CIERRA LA PUERTA!
No desespero porque enseguida pongo el foco en la luz de la cabecera sin
detectar que ninguna otra persona la tenía encendida. ¡Claro! ¿Por qué iba a
funcionar justo la que estaba arriba mío?
Durante el día, la poca comodidad de una silla pequeña de plástico es
soportable por el propio movimiento de
la ronda de médicos, de los enfermeros que te invitan a ir al pasillo cada dos
por tres, sumado a las visitas que
reciben los compañeros de cuarto y que los que vienen lúcidos de la calle
vienen frescos y con ganas de hablar.
Pero de noche a oscuras y encerrada…
Estar atenta al dolor ajeno, al suero que fluya, a que no se le desenganche
la vía sin querer o queriendo, insistir con que tome agua, ayudar a ir al baño
e indicarle que baje el tono de voz cuando empieza a hablar solo, no es poca
cosa.
Viendo seriamente que esa silla iba a ser mi duro y pequeño destino, conteniendo nervios y cansancio, me dispuse a
resignarme a no estirar las piernas, a no apoyar la cabeza y taparme lo más que
pudiera con la campera pero a pasar frío igual.
Entre sombras se me acerca un hombre que me ofrece algo con el valor de un tesoro, de
un premio o de un consuelo. No sé, pero entiendo que me invita a que lleve su
reposera cerca de la cama de mi hermano para que no desfallezca en la primera
noche.
Mi reacción no fue la esperada, creo. Me quedé entre sorprendida,
agradecida y tiesa. Pero la acepté.
Pude estirar las piernas y apoyar la cabeza… No encuentro palabras para describir la
sensación de un poco de alivio entre
tanto caos, y todo por ese préstamo.
Hoy, que todo eso ya pasó sigo impresionada por la generosidad de una persona
que estaba ahí, a la fuerza como yo, viendo pasar las mejores horas de descanso
sabiendo que al amanecer la vida arranca como todos los días, sin importar cómo
pasaste la noche.
No tuve oportunidad de agradecerle. Antes de que me diera cuenta ya se
había ido a continuar con su rutina, supongo. Ojeroso creo que también.
Lic. Ivana Rugini