(En la piel de una mujer que con su pareja se embarcan en el proceso de
la adopción de un niño, este escrito se escribió de un plumazo.)
Buscamos, esperamos, investigamos, nos estudiamos, nos culpamos, cuestionamos
nuestro amor, nuestra salud, nuestra edad y pese a todo, las ganas de ser papás
era la única certeza.
La barrera biológica no iba a detener el amor inconmensurable que
teníamos para darle a un niño nuestro; no a un vecino, sobrino, hijo de
alguien; ni perro ni gato ni canario… Necesitábamos un niño que sintiésemos
nuestro aunque haya nacido de otros.
Estábamos en el momento justo de entrega total, preparando la casa para
otro integrante; haciendo los cambios requeridos para “calificar como aptos”,
hasta nos mudamos buscando un ambiente más que fuera la habitación de nuestro
príncipe.
También entendimos que como nosotros estábamos en una posición de dar
amor, del otro lado debía haber un niño que esperara con ansias nuestros abrazos
y mimos.
Empezamos con los trámites y evaluaciones.
Las entrevistas, citas y preguntas fueron varias, pero las más
intrigantes eran las internas:
¿En qué nos estamos metiendo? ¿Y si nos arrepentimos? ¿Y si es uno de la
pareja el que recula?
¿Cómo será? ¿De dónde vendrá? ¿Qué gustos y costumbres tendrá? ¿Nos querrá?
¿Será una buena persona? ¿Qué edad tendrá? ¿Lo habrán tratado bien?
¿Podremos con todo? ¿Funcionaremos como una familia?
Y con todo eso sin responder, nos llamó el juzgado.
¿De quién es el dedo que unió pareja – chico, como si fuera un juego de
coincidencias? ¿Sabrá la magnitud que su decisión tiene para nosotros?
Fuimos a conocerlo. El primer encuentro fue una visita a la institución que lo albergaba. Me
sentí concebir y parir a la vez, abreviadamente todo junto. Fantaseé tanto ese
primer contacto visual, esperando que en esa primera mirada se produzca la
magia del chispazo de amor que nos una más allá de los papeles…
Ahí caí en la cuenta de la importancia de los nueve meses, tanto para la
madre como para el hijo, y por supuesto para el padre… Yo no tuve tiempo de
adaptación física que me haga registrar el cambio que se avecinaba, no tuve
tiempo para trabajar la paciencia con la que una embarazada tiene que observar
como su hijo se adueña de su cuerpo y limita más y más sus movimientos, no tuve
tiempo de él en la panza para que se vaya acostumbrando a mi voz, a mi forma, a mis ritmos. No hubo antojos que me muestren
lo que le gusta pedir y a mí, comer. Hasta ahora tuve una idea amorosamente
abstracta de lo que era tener un hijo; pero tener frente a mí a un hijo real hizo que estallaran más preguntas:
¿Recordará a su madre? ¿Conoció a su padre? ¿Me comparará? Se sentirá
protegido por mí? ¿Qué historia arrastra? ¿Tendrá secuelas de su travesía hasta
hoy?
Otras madres cuentan de una manera tan natural cómo el instinto se
activa y pueden interpretar rápidamente lo que el chico precisa…
Y yo que recién escucho su voz por primera vez y tengo que reconocerla y decodificarla, yo que toco sus
mejillas por primera vez y me tiene que brotar besarlas, yo que tengo que
sentir como familiar su aroma y me tengo que sentir a gusto con sus modos que
son tan ajenos a mí… ¿Cómo hago?
La única respuesta a tantas preguntas es dar lo mejor de mí, dejar que la mente se aplaque y el corazón se
suelte.
Somos una familia.
Lic. Ivana Rugini