Al ser padre uno cree que el
trabajo arduo serán los primeros años del hijo, por sus necesidades físicas,
por sus chequeos médicos, por vigilar sus juegos, por cuidar su entorno, por
alimentarlo sanamente…
Y uno va creciendo con ese hijo, viviendo a pleno cada etapa,
disfrutando cada logro del niño que es un alivio para el padre que puede ir
soltándole la mano tan paulatinamente que sea beneficioso para las dos partes.
El chico se independiza y es feliz por confiar en lo que puede hacer y
el padre se siente orgulloso porque hizo bien su trabajo de proveerle las
herramientas y la presencia necesarias en su debido momento.
Y ya come solo.
Ya va solo al baño.
Ya lee.
Ya se queda solo en su habitación.
Se baña solo
Ya elige la comida y se la sirve solo, etc.
Cuando uno vive cada etapa con todo el esfuerzo que implica, después el
alivio y el regocijo es doble.
Pero ¿qué pasa cuando el hijo
adulto se vuelve alcohólico o simple y
complicadamente inmaduro?
Pasa que ese padre no puede saltar a la siguiente etapa que es la de
volver a pensar en sí mismo, en sus proyectos (más allá de los hijos) y en
recuperar el espacio personal.
Así se retrocede o se perpetúa la etapa de cuidados, de estar alerta, de
vivir sermoneando a un hijo que no quiere escuchar porque “dice que es su vida,
y él está bien” “metete en tus asuntos” “yo soy grande y hago lo que quiero” “no
estaba haciendo nada malo”.
Con el paso del tiempo la fuerza mengua, el estar en alerta no se
sostiene porque el cuerpo necesita un descanso. Descanso que este padre no
tiene
Ya no cambia pañales, pero esconde botellas. Ya no invita compañeros a
jugar a casa, pero va viendo con qué
amigote se junta, ya no le presta la tablet para jugar, ahora le revisa el
resumen de tarjeta por si tiene deudas.
“Sigo vigilándolo como si fuera un bebé”
y no puede ver que su hijo es preso del alcohol y él, de su hijo.
La adicción ata, condena y destruye no solo al adicto, si no también a
su familia ascendente y descendente. Los vínculos se desordenan. Culpa va,
culpa viene. Preocupación va y preocupación viene. Se miran entre todos para
ver quién debe accionar. ¿Papá que está
grande, un tío o un hermano mayor de edad? Nadie se mueve. ¿A quién le
corresponde?
Nadie puede, nadie se anima.
Todos se lamentan.
Nadie está exento de claudicar ni de que un familiar lo haga. Lo que hay
que saber es que el amor sano no es apañar, tolerar, defender y justificar a
una persona adicta. El amor verdaderamente sano es buscar ayuda neutra, que no
esté teñida con la culpa y los reproches de la crianza.
Contactarse con una institución especializada es la mejor opción.
Tener al adicto en casa hasta que suceda un milagro o una tragedia, nos
convierte en carceleros ineficaces.
Lic. Ivana
Rugini