A donde viajo suelo buscarlos, los observo, me acerco lo más
que puedo para admirarlos.
Dicen que su historia empezó en el 283 antes de Cristo, en la
Isla de Faros, donde en lo alto de la gran torre ardió incansablemente un
luminoso fuego durante 1500 años. El Faro de Alejandría fue considerado una de
las maravillas antiguas del mundo por su imponencia, ya que su luz se llegó a
distinguir hasta los 150 kilómetros de
distancia.
En Concepción
del Uruguay, Entre Ríos, el faro que custodiaba el Río Uruguay (ya no funciona)
me deslumbró por su belleza. Fue utilizado para iluminar a los navegantes, y
por si fuera poco, le adjuntaron la escultura de la Virgen Stella Maris.
Con esta
imagen acoplada a su servicio uno puede comprender mejor por qué en esta etapa
se nos pide a todos ser “faros de luz”.
Su presencia
convoca a todos aquellos que hayan
transitado la noche oscura del alma a
permanecer impertérritos en medio de la oscuridad para iluminar, aconsejar y acompañar a quien sea que se nos acerque.
El que
viaje a esa ciudad, puede dejarse encender por un faro apagado pero por un símbolo
vivo.
Lic. Ivana Rugini