Coronando un año ajetreado, nos fuimos de vacaciones a un lugar elegido,
querido y soñado.
Y como no es la primera vez que ocurre, me debo a mí misma una
reflexión. Aprendamos todos algo: si alguna situación es recurrente es porque la
primera no fue tenida en cuenta y se repite con mayor intensidad para que le
prestemos la debida atención.
La lluvia copiosa y constante en destinos vacacionales me ha perseguido, y tengo que
aceptar que me ha encontrado. No solo
uno o dos días que son lo que uno puede soportar sin chistar; sino casi, por no decir todos, los días
destinados a conocer, salir y a la conexión con el lugar.
Respirando hondo como para forzar la introspección, comprendí que las
nubes grises que amedrentaban, obligaban a postergar indefinidamente los
planes; a interactuar menos con otros y
más con uno mismo; a hacer menos kilómetros afuera y más recorrido por el
interior de nuestro territorio.
Entendido. Mensaje recibido.
Convivir con la lluvia fue un desafío pero se pudo ir superando negociando con ella como si se tratara de un
integrante más de la familia ¿Qué hacer, cómo y cuándo?.
Los días grises nos llevan a detenernos en nuestro mundo emocional. El
agua representa nuestras emociones y es
como si la lluvia nos diera permiso para vaciarnos de tanto contenido y
poder llorar de una vez por todas para purificarnos en profundidad.
Así es como uno puede valorar lo positivo de las tormentas. Pueden
parecer violentas y atemorizan pero
nutren el suelo para que brote la simiente.
Ya llovió, ya se lloró. Ahora a brotar.
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