Siempre nos espera algo que nos sorprende, nos
despabila y nos ilumina.
No sé cómo llegamos allí, a esa página web, a
la llamada telefónica, y a la reserva. Todo indica que la VIDA nos guió para poder conocer y
hospedarnos en el “El Edén”, un complejo hermoso en Los Hornillos, Córdoba.
Las sierras, las plantas y la variedad de flores le hacen honor
al nombre, pero las aves… le pusieron el sello.
Los colibríes irrumpen de a montones sin ser
llamados, pero cuando sí son convocados al atardecer cuando Norma les
llena el bebedero con agua y azúcar, el
despliegue que hacen es digno de detener lo que se está haciendo para
observarlos. No solo para mirarlos, sino para captar su enseñanza.
Los nativos consideran a esta bella y pequeña
criaturita como un símbolo de la adaptación rápida a los cambios; ya que la
velocidad que toma puede ser detenida inmediatamente.
¡Parece flotar y modificar su recorrido con
tanta facilidad!
Listo!
Fue eso, un segundo; tal vez menos en tiempo pero muchísimo en profundidad.
Algo en mí hizo una recopilación de decisiones, de avances, de estancamientos y
las historias de otros también desfilaron por mi mente. A cuántos les gana la
tendencia de no reflexionar sobre la marcha, de moverse
porque sí, de avanzar a toda costa sin poder animarse a cambiar el curso de
algún aspecto de su vida o de toda
completa. Y así pasan los años haciendo siempre lo mismo, estudiando lo pautado
o elegido antes de conocer otras posibilidades, dedicándose a lo pensado hace
tiempo, sin renovar ni siquiera su vocación, viviendo en el mismo lugar aunque
por dentro griten que eso ya no los llena.
Detenerse para pensar y sentir qué rumbo
tomar… Puntos suspensivos porque cada uno tiene que hacer una pausa.
Volvamos al colibrí y sigamos deslumbrándonos.
Su
tarea es libar el néctar de las flores, debe atravesar partes duras para poder
llegar a la dulzura esperada por él y por la propia flor que necesita justamente eso para reproducirse.
La lección la podría sintetizar en lograr
encontrar la dulzura en el otro, en hurguetear con la persistencia necesaria
hasta llegar a ver lo bueno y lo lindo en cada uno. Tengo que admitir que este pajarito se acercó como un maestro en el momento apropiado; porque ya estaba tirando la
toalla en este punto.
Tal fue el embelesamiento al que llegué que el agradecimiento se quedaba corto si era
solo para el ave y para la naturaleza. Sentía que las gracias se debían
expandir hacia quien ponía ese bebedero con agua y azúcar todos los días; que
si bien los picaflores no lo precisaban, servía de aliciente, de yapa, de un
plus.
Llevé esta idea a mi mundo y llovieron nombres
de personas que fueron bebederos de agua dulce para mí y para tantos más.
Siempre hay distintos “alguien” que nos
suavizan el camino, nos endulzan con palabras, con un mimo, con sostén o con
una oportunidad. Solo hay que “ver” la ayuda; como así también hay que cambiar de roles en algún
momento y convertirnos en bebederos para otros.
Más se lo observa y más se ama a este pájaro.
Nos conecta con la dulzura de la vida, con
buscarla en nosotros mismos, con estar receptivos a quienes la fomentan, a quienes tienden una
mano, a quienes se alegran con la alegría ajena.
La dulzura va acompañada de la alegría hasta
fusionarse y parecer una misma cosa. El tornasol de las plumas del colibrí bien
representa esto. Sus colores vivos, cambian de tonalidad según reflejan la luz
y los colores vibrantes vigorizan-alegran-activan.
Ahí va otra metáfora. No somos estancos.
Nuestras virtudes brillan de acuerdo a como nos movamos y desde donde nos vean.
Busquemos colibríes, donde hay dulzura y
belleza, allí están.
Lic. Ivana Rugini
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