viernes, 28 de diciembre de 2018

El Edén




Siempre nos espera algo que nos sorprende, nos despabila y nos ilumina.
No sé cómo llegamos allí, a esa página web, a la llamada telefónica, y a la reserva. Todo indica que la  VIDA nos guió para poder conocer y hospedarnos en el “El Edén”, un complejo hermoso en Los Hornillos, Córdoba.
Las sierras, las  plantas y la variedad de flores le hacen honor al nombre, pero las aves… le pusieron el sello.
Los colibríes irrumpen de a montones sin ser llamados, pero cuando sí son convocados al atardecer cuando Norma les llena  el bebedero con agua y azúcar, el despliegue que hacen es digno de detener lo que se está haciendo para observarlos. No solo para mirarlos, sino para captar su enseñanza.
Los nativos consideran a esta bella y pequeña criaturita como un símbolo de la adaptación rápida a los cambios; ya que la velocidad que toma puede ser detenida inmediatamente.  
¡Parece flotar y modificar su recorrido con tanta facilidad!
 Listo! Fue eso, un segundo; tal vez menos en tiempo pero muchísimo en profundidad. Algo en mí hizo una recopilación de decisiones, de avances, de estancamientos y las historias de otros también desfilaron por mi mente. A cuántos les gana la tendencia de  no  reflexionar sobre la marcha, de moverse porque sí, de avanzar a toda costa sin poder animarse a cambiar el curso de algún aspecto de su vida  o de toda completa. Y así pasan los años haciendo siempre lo mismo, estudiando lo pautado o elegido antes de conocer otras posibilidades, dedicándose a lo pensado hace tiempo, sin renovar ni siquiera su vocación, viviendo en el mismo lugar aunque por dentro griten que eso ya no los llena.
Detenerse para pensar y sentir qué rumbo tomar… Puntos suspensivos porque cada uno tiene que hacer una pausa.
Volvamos al colibrí y sigamos deslumbrándonos.
 Su tarea es libar el néctar de las flores, debe atravesar partes duras para poder llegar a la dulzura esperada por él y por la propia flor  que necesita justamente  eso para reproducirse.
La lección la podría sintetizar en lograr encontrar la dulzura en el otro, en hurguetear con la persistencia necesaria hasta llegar a ver lo bueno y lo lindo en cada uno. Tengo que admitir que este  pajarito se acercó como un maestro en el  momento apropiado; porque ya estaba tirando la toalla en este punto.
Tal fue el embelesamiento al que llegué  que el agradecimiento se quedaba corto si era solo para el ave y para la naturaleza. Sentía que las gracias se debían expandir hacia quien ponía ese bebedero con agua y azúcar todos los días; que si bien los picaflores no lo precisaban, servía de aliciente, de yapa, de un plus.  
Llevé esta idea a mi mundo y llovieron nombres de personas que fueron bebederos de agua dulce para mí y para tantos más. Siempre hay  distintos “alguien” que nos suavizan el camino, nos endulzan con palabras, con un mimo, con sostén o con una oportunidad. Solo hay que “ver” la ayuda; como así  también hay que cambiar de roles en algún momento y convertirnos en bebederos para otros.
Más se lo observa y más se ama a este pájaro.
Nos  conecta con la dulzura de la vida, con buscarla en nosotros mismos, con estar receptivos  a quienes la fomentan, a quienes tienden una mano, a quienes se alegran con la alegría ajena.
La dulzura va acompañada de la alegría hasta fusionarse y parecer una misma cosa. El tornasol de las plumas del colibrí bien representa esto. Sus colores vivos, cambian de tonalidad según reflejan la luz y los colores vibrantes vigorizan-alegran-activan.
Ahí va otra metáfora. No somos estancos. Nuestras virtudes brillan de acuerdo a como nos movamos y desde donde nos vean.
Busquemos colibríes, donde hay dulzura y belleza, allí están.

                                                                          Lic. Ivana Rugini

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